Érase una vez, una anciana que tenía dos grandes baldes para acarrear a casa el agua de un arroyo cercano.
Uno de los baldes tenía una rajadura y cuando la anciana llegaba a casa estaba medio vacío, en cambio el otro, que era perfecto llegaba siempre lleno.
El pobre balde roto se sentía avergonzado de su defecto.
Un día se atrevió a hablarle a la anciana:
—Estoy avergonzado por no cumplir con mi trabajo de llegar lleno de agua hasta tu casa.
La anciana sonrió, llena de compasión y dulzura:
—¿Has observado qué lindas flores hay en tu lado del camino? Yo siempre supe de tu defecto desde que te compré en aquella tienda de objetos usados. Por eso planté semillas de flores a lo largo del camino donde tenía que pasar. Y, todos los días, cuando regresábamos, tu las ibas regando con el agua que se derramaba. Si tu no fueras como eres, yo no habría gozado de esas maravillas.