Recuerdo una mañana en que descubrí un capullo en la corteza de un árbol en el preciso momento en que la mariposa estaba haciendo un agujero, ya lista para salir. Esperé un poco, pero tardaba en salir y me impacienté. Me aproximé y le eché el aliento para calentarla. La calenté lo más rápido que pude y ante mis ojos empezó a producirse el milagro, más rápido que la vida.
Se abrió el cascarón y la mariposa empezó a arrastrarse lentamente, y nunca olvidaré mi horror cuando vi como sus alas estaban plegadas a la espalda y arrugadas; la infeliz mariposa intentaba desplegarlas con todo su cuerpo tembloroso.
Inclinándome hacia ella intenté ayudarla con mi aliento. En vano. Tenía que ser incubada con paciencia y el despliegue de las alas debía ser un proceso gradual bajo el sol.
Ahora era tarde. Mi aliento había forzado la salida de la mariposa, totalmente arrugada, antes de tiempo. Luchó desesperadamente y, unos pocos segundos después, murió en la palma de mi mano.
Zorba el griego.