Cuentan que una vez, un hombre muy anciano, cansado de escuchar las quejas de sus cuatro hijos, y de ver cómo juzgaban a otros hombres constantemente, decidió darles una lección. Mandó a cada uno de ellos a visitar un peral que estaba lejos, muy lejos. Pero mandó a cada uno de sus hijos en distintas estaciones del año. Así, el hijo mayor fue en invierno, el segundo, en primavera. El tercer hijo fue a observar el peral en verano, y el último, en otoño.
Cuando terminaron de visitar todos al peral, el hombre reunió a sus hijos y les preguntó:
– Y bien, explicarme cómo es el árbol que habéis visto.
Comenzó a hablar el hijo mayor:
– Un árbol horrible, desnudo, con ramas retorcidas. Sin duda, un esperpento de árbol.
– ¡Qué va!- dijo entonces el segundo hijo- ¡El árbol estaba repleto de brotes dispuestos a nacer! Todo un árbol lleno de promesas…
– No sé qué habéis visto vosotros, hermanos, pero no es lo que yo vi- dijo el tercer hermano- Mi peral estaba repleto de flores. Es un árbol lleno de vida y vitalidad. De dulzura, plenitud y mucha belleza.
– Pues yo no lo vi como tú dices, hermano- dijo el más pequeño- Mi árbol tenía frutos, estaba lleno de peras jugosas y listas para comer. Pero el peso de la fruta encorvaba las ramas y las hojas estaban a punto de marchitarse. Se le veía cansado y sus hojas estaban a punto de caer.
– Todos tenéis razón- dijo entonces el padre- Cada uno de vosotros habéis visto el árbol en una estación diferente y éste ha cambiado. Por eso, no podéis juzgar al árbol por cómo es en una sola estación, sino en todas ellas. Igual ocurre con las personas. Tampoco podéis juzgarlas por cómo son en un momento dado.